El Jueves Santo de 2014 no murió Gabriel García Márquez. Los que lo queremos y admiramos estamos convencidos de que empezó su leyenda, que dio su paso a la inmortalidad. Claro está, él ya lo era. Sus libros y toda su obra le habían otorgado un lugar más que merecido en la historia, no solo colombiana, del mundo. Es el único personaje universal que tiene el país.
En poco menos de una semana lo que se ha escrito sobre él es cercano, en cantidad, a lo que se escribió cuando obtuvo el Nobel en 1982. La gran diferencia es que en esta ocasión muchas de esas palabras no han sido positivas, sino que han estado cargadas de resentimiento hacia su lado político, hacia su ideología. Además hace 32 años no había Twitter ni, quizás, tanto odio.
De todo se ha dicho, de todo se le ha acusado. Algunos no le perdonan su amistad de seis décadas con Fidel Castro (que siempre fue pública, lo que dice mucho del tipo de persona que era) y que nunca hizo, según ellos, un rechazo vehemente a la dictadura cubana. Otros reproducen el episodio con el M19 que lo obligó a exiliarse en el gobierno de Turbay y otros más lo condenan por no haberle regalado el acueducto a Aracataca. Le han sacado los trapitos al sol, se han sentido con el derecho de escogerle sus amigos, de decidir qué tenía que escribir y en qué tenía que invertir el dinero honrado que se ganó. Esa es mi Colombia, esos somos los colombianos.
No puedo negar que me sorprendió mucho la reacción de un sector del país (en su mayoría los que se ubican al lado derecho de la política) frente a la muerte del Nobel. Siempre pensé que cuando ese momento llegara, el duelo sería absoluto y que se resaltaría, en mayor medida, su legado literario. Quizás mi admiración personal por el colombiano más ilustre que tenemos, me nubló la posibilidad de ver más allá. Eso sí, este país no deja de sorprenderme, aquí ya se rompió el paradigma universal de que no hay muerto malo y lo hicimos con el colombiano que mejor nos representó en el mundo.
García Márquez fue un gran escritor, periodista y vallenatero. Sus posiciones políticas fueron de conocimiento público como casi toda su vida. Su aporte a Colombia es invaluable y no tenía obligación de llenar de cemento su pueblo. Lo que hizo por ellos en vida, y ahora que se ha ido para siempre, va mucho más allá de unas obras que, por cierto, son obligación exclusiva del Estado.
Por último: Descanse en paz MAESTRO.
@DiegoMorita
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