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domingo, 18 de enero de 2015

Sin memoria

A Gabriel García Márquez

Soñaba con ser escritor. Soñaba con la posibilidad, remota, de conmover a alguien con lo que escribía, así como le pasaba a él cuando leía a sus autores favoritos, soñaba con las palabras exactas y perfectas que crearan una frase llena de vida, épica. Soñaba con un mundo que girara alrededor de la literatura.

Una mañana, de lluvia, encontró en el periódico, siempre lleno de malas y repetidas noticias, una oportunidad. Un aviso clasificado, sencillo, corto y perfecto, decía: - se busca escritor que no sienta pena de soñar. Él escribía y soñaba con facilidad así que cumplía con los requisitos.

No fue difícil quedarse con el empleo; la competencia eran jóvenes recién graduados de la universidad que seguían pensando que la vida es de mentira y que lo malo pasa solo porque lo ven en televisión.

Era un buen trabajo, pensó al inicio. La empresa se dedicaba a producir textos con los que recreaban mundos perfectos, el ideal de la humanidad. Se sentía pleno, que le pagaran por hacer lo que le gustaba era el mejor premio que alguien podía recibir.

En su primer texto debía escribir 500 palabras sobre el amor. No fue difícil hacerlo, a veces para aquellos que nunca han amado es sencillo hablar de aquel sentimiento.

Su jefe no aceptó el enfoque. A pesar de ser algo esplendido, exquisito, digno de exposición, no estuvo de acuerdo en concluir que es mejor no amar para evitar sufrir, aunque fuera cierto. Le sugirieron leer el manual de estilo de la compañía y en ese momento todo cambió. Dicen, que algunos seres cercanos lograron escuchar cómo se rompía el corazón del escritor y vieron, por la expresión de su rostro, como se derrumbó su mundo ideal. Ni hablar de las lágrimas que lentamente, pero sin pausa, rodaron por su mejilla.

-¿Escribir con base en un manual? A quién se le ocurre, sí escribir sale del alma…

Necesitaba el empleo y por eso no renunció de inmediato. Tardó en terminar la nueva propuesta. Lo logró, cuando escribió sin sentir las palabras, cuando dejó de creer en lo que decía. Empezó a morir y su vida pasó de ser perfecta a la monotonía y la obligación de juntar coherentemente las palabras para que le gustara a su jefe y no para impactar a alguien, realmente, inteligente.

Poco a poco el trabajo se convirtió en una carga, en algo que no disfrutaba. A las seis en punto de la tarde salía rumbo a su casa y exorcizaba sus demonios escribiendo de verdad hasta entrada la madrugada. Dormía poco, pero no le hacía falta el sueño porque las letras eran su vida, su energía, su compañía, la única que se permitía, él sabía que jamás le mentirían, jamás lo abandonarían.

Pero no aguantó mucho tiempo y decidió acabar con todo. Cada texto obligado lo destruía por dentro, le quemaba las entrañas. Palabra a palabra agonizaba, estaba muerto en vida. Al sentarse a escribir aquella mañana de invierno, por sus venas ya corría aquel veneno para ratas que había desayunado y que bautizó “sin memoria”, según la nota que dejó en su casa, porque en la muerte nada existe. El texto de ese día era sobre la esperanza, pero antes de escribir la primera palabra su cabeza chocó contra el teclado.

Tal como lo esperaba, así lo dejó plasmado en su despedida, nadie lo extrañó, nadie lo lloró, nadie dijo “que falta hace”, quizás porque los escritores no mueren y se quedan a vivir para siempre en sus palabras.

Esa mañana lluviosa y gris un escritor despertó con miedo, no de la muerte, sino de la posibilidad de no volver a escribir. Tomó una decisión, salió de su casa y caminó sintiendo cada gota que golpeaba su cuerpo. Su vida cambió al leer en el periódico el aviso clasificado: se busca escritor que no sienta pena de soñar.

Autor: Diego Mora Ariza 
dimora1977@gmail.com
@DiegoMorita

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