Era su primer día de trabajo,
también el último.
Al despertar, observó a su esposa dormir unos segundos, la
besó en la frente y se preparó para salir. Empacó el almuerzo y se tomó, a
medias, un café. Estaba ansioso, más que feliz, pero sabía que este empleo era
una gran oportunidad. Antes de irse, y como de costumbre, bendijo a sus hijos y
emprendió el camino rumbo a su futuro. Encendió la moto, su “consentida” como la
llamaba, y al arrancar estuvo a punto de caerse al pisar una piedra que estaba
en su camino. Sabía, en secreto, que la visión no era su aliada, pero de ese
pequeño detalle nadie tenía que enterarse. Llegó al trabajo, y antes de empezar,
recibió la escopeta de dotación y la bicicleta para hacer las rondas de su
compañero encargado del turno de la noche.
Era un barrio tranquilo, de
muchos árboles y poco tráfico. Su trabajo no era exigente pero tenía claro que
debía hacerlo bien para que llegara el ascenso; sinónimo de más dinero, de más
oportunidades para su familia y tal vez, de planear ese viaje a conocer el mar
que llevaba tanto tiempo aplazando. Fue una mañana suave, al mediodía almorzó,
en menos tiempo del que tenía asignado, y regresó a las rondas. El día iba
perfecto y pasó rápido. Una hora antes de terminar el turno llamó a su esposa,
habló con sus hijos y les dijo lo mucho que los amaba. Fue la última vez que lo
hizo.
De un momento a otro todo cambió y la felicidad escapó de su cuerpo. En la otra
esquina, vio una silueta que agachada caminaba sigilosa. Su corazón se aceleró,
lo sentía palpitar en su cabeza. Empezó a sudar y con un gran esfuerzo trató de
recordar la capacitación de ocho horas en la que le enseñaron técnicas de
persuasión, control y el procedimiento de emergencia, pero no supo qué hacer
para superar el miedo, para eso no lo habían preparado. Parpadeó muchas veces
tratando de ver más claramente, de enfocar, pero no lo lograba -la vista le
fallaba ahora cuando más la necesitaba-. Veía borroso, los nervios lo controlaban, le nublaban la vista, su inteligencia.
-¿Qué hago? Era la pregunta que
se repetía millones de veces. Las piernas le temblaban. Estaba fuera de
control.
-¿Qué hago?
-¿Qué hago?
-¿Qué hago?
Pasaron unos segundos, supo que tenía que
decidir algo y tomó el camino fácil.
Apuntó con la escopeta, avanzó
unos metros y gritó, al mejor estilo de las películas:
-¡Alto ahí!
Pero no pasó nada, la silueta no reaccionó, tampoco algún vecino salió al balcón. Sentía la cabeza a punto de explotar, estaba aturdido. Vino un
grito más fuerte:
-¡Alto ahí!
Pero nada
cambió, así que puso fin a la situación.
La decisión le presionó el
cerebro hasta hacerlo sentir dolor. El disparo, llenó de silencio
la cuadra y un olor a muerte abrazó el ambiente. La silueta cayó rápidamente al
asfalto, tres perdigones impactaron su pecho y lo destruyeron. Su puntería fue
absurda, certera, mortal.
El vigilante, ahora está tranquilo
gracias a la pastilla que le dan cada seis horas y que lo lleva a otro lugar. A
veces, cuando regresa, se pregunta cómo es posible que hubiese confundido a
doña Teresa, la octogenaria, con un ladrón. Ha intentado hacerse daño, por eso
los médicos lo protegen y la camisa de fuerza es ahora su mejor amiga, su
esposa, sus hijos…
Autor: Diego Mora - dimora1977@gmail.com - @DiegoMorita