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sábado, 29 de abril de 2017

Giro inesperado

Hace unos días salí de casa y dejé el celular cargando. Al llegar a un semáforo y tener que detenerme me sentí extraño, pues no encontré qué hacer mientras esperaba el color verde para continuar mi camino. Me puse entonces a mirar el paisaje y el día maravilloso que hacía en la ciudad; el sol brillaba y se reflejaba en el pavimento igual que como lo hace, espléndido, en el mar. Vi los pájaros volar y traté de recordar la última vez que lo había hecho (no pude). Escuché como trinaban y casi lloré al observar su majestuosidad al sostenerse en el aire. Vi a los malabaristas hacer su show lanzando fuego por la boca, haciendo equilibrio mientras se pasaban, sin dejarlos caer, cuatro cuchillos de mano a mano. Incluso, observé atento una escena digna de película merecedora del Oscar, en la que una pareja en moto se declaraba amor eterno al tiempo que ella inventaba caricias eróticas. 

Todas las sensaciones que me produjo lo descrito, me hizo recordar la importancia y lo valioso de las pequeñas cosas, así que di la vuelta y me devolví a recoger el celular, así no estuviera cargado totalmente, prometí nunca más volver a salir a la calle sin él.

@DiegoMorita

domingo, 18 de enero de 2015

Sin memoria

A Gabriel García Márquez

Soñaba con ser escritor. Soñaba con la posibilidad, remota, de conmover a alguien con lo que escribía, así como le pasaba a él cuando leía a sus autores favoritos, soñaba con las palabras exactas y perfectas que crearan una frase llena de vida, épica. Soñaba con un mundo que girara alrededor de la literatura.

Una mañana, de lluvia, encontró en el periódico, siempre lleno de malas y repetidas noticias, una oportunidad. Un aviso clasificado, sencillo, corto y perfecto, decía: - se busca escritor que no sienta pena de soñar. Él escribía y soñaba con facilidad así que cumplía con los requisitos.

No fue difícil quedarse con el empleo; la competencia eran jóvenes recién graduados de la universidad que seguían pensando que la vida es de mentira y que lo malo pasa solo porque lo ven en televisión.

Era un buen trabajo, pensó al inicio. La empresa se dedicaba a producir textos con los que recreaban mundos perfectos, el ideal de la humanidad. Se sentía pleno, que le pagaran por hacer lo que le gustaba era el mejor premio que alguien podía recibir.

En su primer texto debía escribir 500 palabras sobre el amor. No fue difícil hacerlo, a veces para aquellos que nunca han amado es sencillo hablar de aquel sentimiento.

Su jefe no aceptó el enfoque. A pesar de ser algo esplendido, exquisito, digno de exposición, no estuvo de acuerdo en concluir que es mejor no amar para evitar sufrir, aunque fuera cierto. Le sugirieron leer el manual de estilo de la compañía y en ese momento todo cambió. Dicen, que algunos seres cercanos lograron escuchar cómo se rompía el corazón del escritor y vieron, por la expresión de su rostro, como se derrumbó su mundo ideal. Ni hablar de las lágrimas que lentamente, pero sin pausa, rodaron por su mejilla.

-¿Escribir con base en un manual? A quién se le ocurre, sí escribir sale del alma…

Necesitaba el empleo y por eso no renunció de inmediato. Tardó en terminar la nueva propuesta. Lo logró, cuando escribió sin sentir las palabras, cuando dejó de creer en lo que decía. Empezó a morir y su vida pasó de ser perfecta a la monotonía y la obligación de juntar coherentemente las palabras para que le gustara a su jefe y no para impactar a alguien, realmente, inteligente.

Poco a poco el trabajo se convirtió en una carga, en algo que no disfrutaba. A las seis en punto de la tarde salía rumbo a su casa y exorcizaba sus demonios escribiendo de verdad hasta entrada la madrugada. Dormía poco, pero no le hacía falta el sueño porque las letras eran su vida, su energía, su compañía, la única que se permitía, él sabía que jamás le mentirían, jamás lo abandonarían.

Pero no aguantó mucho tiempo y decidió acabar con todo. Cada texto obligado lo destruía por dentro, le quemaba las entrañas. Palabra a palabra agonizaba, estaba muerto en vida. Al sentarse a escribir aquella mañana de invierno, por sus venas ya corría aquel veneno para ratas que había desayunado y que bautizó “sin memoria”, según la nota que dejó en su casa, porque en la muerte nada existe. El texto de ese día era sobre la esperanza, pero antes de escribir la primera palabra su cabeza chocó contra el teclado.

Tal como lo esperaba, así lo dejó plasmado en su despedida, nadie lo extrañó, nadie lo lloró, nadie dijo “que falta hace”, quizás porque los escritores no mueren y se quedan a vivir para siempre en sus palabras.

Esa mañana lluviosa y gris un escritor despertó con miedo, no de la muerte, sino de la posibilidad de no volver a escribir. Tomó una decisión, salió de su casa y caminó sintiendo cada gota que golpeaba su cuerpo. Su vida cambió al leer en el periódico el aviso clasificado: se busca escritor que no sienta pena de soñar.

Autor: Diego Mora Ariza 
dimora1977@gmail.com
@DiegoMorita

viernes, 19 de diciembre de 2014

El vigilante

Era su primer día de trabajo, también el último. 

Al despertar, observó a su esposa dormir unos segundos, la besó en la frente y se preparó para salir. Empacó el almuerzo y se tomó, a medias, un café. Estaba ansioso, más que feliz, pero sabía que este empleo era una gran oportunidad. Antes de irse, y como de costumbre, bendijo a sus hijos y emprendió el camino rumbo a su futuro. Encendió la moto, su “consentida” como la llamaba, y al arrancar estuvo a punto de caerse al pisar una piedra que estaba en su camino. Sabía, en secreto, que la visión no era su aliada, pero de ese pequeño detalle nadie tenía que enterarse. Llegó al trabajo, y antes de empezar, recibió la escopeta de dotación y la bicicleta para hacer las rondas de su compañero encargado del turno de la noche.

Era un barrio tranquilo, de muchos árboles y poco tráfico. Su trabajo no era exigente pero tenía claro que debía hacerlo bien para que llegara el ascenso; sinónimo de más dinero, de más oportunidades para su familia y tal vez, de planear ese viaje a conocer el mar que llevaba tanto tiempo aplazando. Fue una mañana suave, al mediodía almorzó, en menos tiempo del que tenía asignado, y regresó a las rondas. El día iba perfecto y pasó rápido. Una hora antes de terminar el turno llamó a su esposa, habló con sus hijos y les dijo lo mucho que los amaba. Fue la última vez que lo hizo. 

De un momento a otro todo cambió y la felicidad escapó de su cuerpo. En la otra esquina, vio una silueta que agachada caminaba sigilosa. Su corazón se aceleró, lo sentía palpitar en su cabeza. Empezó a sudar y con un gran esfuerzo trató de recordar la capacitación de ocho horas en la que le enseñaron técnicas de persuasión, control y el procedimiento de emergencia, pero no supo qué hacer para superar el miedo, para eso no lo habían preparado. Parpadeó muchas veces tratando de ver más claramente, de enfocar, pero no lo lograba -la vista le fallaba ahora cuando más la necesitaba-. Veía borroso, los nervios lo controlaban, le nublaban la vista, su inteligencia.

-¿Qué hago? Era la pregunta que se repetía millones de veces. Las piernas le temblaban. Estaba fuera de control.

-¿Qué hago? 
-¿Qué hago?
-¿Qué hago?

Pasaron unos segundos, supo que tenía que decidir algo y tomó el camino fácil.

Apuntó con la escopeta, avanzó unos metros y gritó, al mejor estilo de las películas:

Alto ahí!

Pero no pasó nada, la silueta no reaccionó, tampoco algún vecino salió al balcón. Sentía la cabeza a punto de explotar, estaba aturdido. Vino un grito más fuerte:

Alto ahí

Pero nada cambió, así que puso fin a la situación.

La decisión le presionó el cerebro hasta hacerlo sentir dolor. El disparo, llenó de silencio la cuadra y un olor a muerte abrazó el ambiente. La silueta cayó rápidamente al asfalto, tres perdigones impactaron su pecho y lo destruyeron. Su puntería fue absurda, certera, mortal.


El vigilante, ahora está tranquilo gracias a la pastilla que le dan cada seis horas y que lo lleva a otro lugar. A veces, cuando regresa, se pregunta cómo es posible que hubiese confundido a doña Teresa, la octogenaria, con un ladrón. Ha intentado hacerse daño, por eso los médicos lo protegen y la camisa de fuerza es ahora su mejor amiga, su esposa, sus hijos…  


Autor: Diego Mora - dimora1977@gmail.com - @DiegoMorita

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